Julio
Cebrián ha muerto cuando faltaban dos semanas para que cumpliese los 87
años, fue una de las principales ínsulas en el humorismo español, un
milagroso accidente dentro de las corrientes estéticas y pensantes con
las que tuvo que convivir.
Más próximo a las inquietudes pictóricas que a las que consideramos propias del monigotero,
y con una preparación intelectual exquisita, fue empujado por las
circunstancias a ejercer este noble oficio a la espera de su
reconocimiento como artista plástico. Le ayudó a ello Antonio Mingote
con su singular empresa de crear aquel semanario llamado Don José, que auspició en los 50 el diario tangerino España,
una alternativa a los criterios gráficos con los que desenvolvía en
esos momentos Álvaro de Laiglesia tras convertirse en el director de La Codorniz.
Lejos de castigar a sus rivales por su osadía, cuando aquella aventura
llegó a su fin, De Laigleisa los incorporó a casi todos en "La revista más audaz para el lector más inteligente",
según definición de su cosecha. Y ahí fue donde, tanto con sus portadas
como con sus chistes y caricaturas, Cebrián alcanzó un gran
reconocimiento, pese a valerse de un estilo que dialogaba de tú a tú con
las vanguardias sin la menor concesión al lector. Y en aquellas páginas
fue donde también pudimos apreciar su sensibilidad como crítico de arte
en la sección Plásticos y plastas que firmaba con su segundo apellido. Una fama que cimentaron también sus colaboraciones en el vespertino diario Pueblo y que refrendó el Premio Paleta Agromán en 1968.
Tras su paso en los 70 por revistas hoy míticas, como Por Favor y su hermana Muchas Gracias, en los 80 le brindamos las páginas de la revista Madriz
para que, más libérrimo que nunca, colaborase en aquel proyecto que fue
plataforma de nuevas sensibilidades. Pensábamos, y creo que pensábamos
acertadamente, que figuras como la suya o la de OPS, ambos también
pintores, y partícipes en la empresa, seguían impartiendo con su
quehacer toda una lección de innovación visual y narrativa para los más jóvenes, lo que nos llevaba, por ejemplo, a permanecer atentos a sus colaboraciones para Diario 16 o Interviú (él fue pieza capital igualmente de ¡A las barricadas! que auspició el grupo empresarial de este último semanario).
Y así hasta recalar en el periódico EL MUNDO, su última casa, donde
cualquier espacio, por pequeño que fuera, le servía para seguir siendo
pasmo de un ojo avezado y educado en los territorios del Gran Arte, y hacer bueno lo que un día me contase Mingote durante un cóctel: "De todos los humoristas que soñamos con ser pintores, el mejor de nosotros ha sido y sigue siendo Julio".
Cuando llegó la crisis, y con ella los recortes de salario y de
espacios, él fue uno de los principales damnificados. Y entonces,
propenso como era a una introversión que nunca achaqué a
sus orígenes gallegos, como hacían otros, se refugió en su casa para
seguir dando rienda suelta a la destreza de su visión y de su mano en
cualquier papel o tela que se le pusiera a mano.
Encerrado en una
espiral de aislamiento, que a veces alcanzaba a su propia mujer, mi
querida María, se iba dejando consumir físicamente sin que ninguno de
los percances objetivos que sufrió (un atropello, entre otros) explicara por sí mismo aquel creciente hermetismo.
Fue imposible sustraerle a esa suerte de suicidio,
y más aún con su odio declarado a tratar con los galenos. Y así se
consumió, empecinado en ser más libre de lo que, de por sí, ya fuera.
Felipe Hernández-Cava ("El Mundo")
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